
Aún recuerdo cuando me embelesaba mirando las partículas de polvo que flotaban caprichosas por aquel haz dorado del atardecer. Una mesilla redonda repleta de cajitas de nácar y un ronco reloj de cuco completan mis recuerdos de aquel lugar.
Desde el sillón azul descansaba Leo y acurrucaba su hocico en el mullido cojín de brocado que tía Úrsula había traído de Paris. Y pensaba....sí, éste debe ser el dulce sueño de las tardes de marzo, cuando el tiempo se detiene a contemplar la menudencia de las cosas diminutas.
S. T.
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