ALGUNOS DERECHOS RESERVADOS

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27/8/09

LA BARBERIA DE LA CALLE SEIS


La habitación de aquel motel era verdaderamente penosa; muebles medio rotos y una cama con los muelles desventrados. Pero no importaba, había llegado hasta allí con unos pocos euros que le había prestado su amigo Martín. 

La ciudad estaba casi desierta, las calles vacías y el asfalto parecía achicharrado bajo aquel sol implacable de agosto. De vez en cuando, los perros merodeaban por los basureros en busca de huesos y despojos. Se limpió el sudor de la frente con la mano y, de repente, notó el olor de la axila entre el aire sofocante de la tarde. Mañana se pondría el traje. Esperaba poder caber dentro después de tantos años. Y se pondría también la corbata. La ocasión lo merecía y quería estar presentable para mañana. Los puños de la camisa y los botones de la chaqueta le devolvían a la memoria imágenes y vestigios de un pasado que ahora le parecía lejano: cenas y reuniones con clientes, luego los dos niños, luego María y luego el divorcio. Pero no, mañana volvería a empezar de nuevo. Todo iría a cambiar mañana. 

Siguió las instrucciones de un plano de la ciudad que llevaba en el bolsillo. Giró la segunda calle a la derecha. Los comercios estaban cerrados y el aire olía a basura y a moscas. Salieron a su encuentro dos chiquillos de mirada salvaje y atuendo sospechoso. Lo miraron al pasar susurrando algo inaudible entre ellos. Por un momento se reprochó a sí mismo el haber sentido miedo. Dobló una esquina más y entró en un barrio algo más adecentado. Más allá de una pequeña tienda de ultramarinos vio una vieja barbería de las de antes. “Peluquería Raimundo”, se leía en el toldo que protegía la ventana del establecimiento. Apretó el paso. Empujó la puerta. No había nadie. El local estaba en penumbra y reinaba el silencio. Era raro; en el motel le habían dicho que el viejo Raimundo trabajaba hasta tarde. Oyó unos pasos a su espalda y se volvió. De la trastienda apareció un hombre, para su sorpresa, nada viejo.

-Está cerrado –dijo el hombre.

Por un momento, sintió una punzada de desaliento; sabía que si no iba aseado mañana, perdería la oportunidad a la que tanto le había costado llegar, así que sacó todas sus viejas armas de persuasión.

-Venga amigo. Vengo de fuera y eres el único que tiene el comercio abierto a estas horas. Y sin dejar que el hombre reaccionase, de una rápida zancada se dejó caer en el sillón de cuero rojo de la vieja barbería, arqueando el cuello para indicarle cómo quería el recorte de pelo. 

El hombre enjuto lo miró por unos instantes visiblemente contrariado pero, finalmente, cogió las tijeras. “Bueno, lo conseguí”, pensó repantigándose en la silla de barbero. Respiró tranquilo y se relajó mirando a su alrededor. Entonces lo vio todo. Vio al viejo Raimundo maniatado y amordazado que asomaba tras la puerta de la trastienda. Y vio al hombre enjuto y sus enormes manos ya muy cerca de él… el acero brillando entre sus dedos. 

[Publicado en la revista El Narratorio]. El Narratorio núm. 53 (Julio, 2020)